El asesinato de Úrsula Bahilo nos conmueve especialmente porque muestra todas -absolutamente todas- las caras de la violencia de género.
El femicidio de esta chiquita de 18 años, expuso el sufrimiento que se esconde detrás de cada historia de violencia, la impotencia, la prepotencia, la ineficacia del sistema, la ineficiencia del Estado… corrió el velo del horror que hay detrás de cada femicidio, de un modo tan alevosamente cruel y real, como para que nadie, nunca más, pueda hacerse el/la distraído/a.
Cada femicidio da tristeza, enojo, impotencia, bronca… éste, provoca todo eso y -además- una ira especial.
Muchas -y muchos- estamos con furia, con la furia que se siente cuando alguien valiente es asesinada.
Úrsula fue básicamente valiente. Y, aún así, el Estado no la ayudó; no se evitó lo evitable.
Sucede la muerte tan anunciada, la que nos muestra a un salvaje que mata con más de treinta -30- puñaladas, un salvaje femicida que en unos años va a quedar libre, porque, todos y todas, sabemos que ahí sí la justicia va a funcionar para no permitir que pase en la cárcel un sólo día más del estrictamente contemplado por las normas.
Y, sentimos furia.
Úrsula fue valiente. Tuvo la valentía de enfrentar el miedo, hablar y denunciar. Esa valentía no la salvó de la muerte.
La violencia de género provoca miedo, un miedo difícil de describir, un miedo ancestral, un miedo que se transmite de generación en generación a través del ADN femenino.
Las víctimas de violencia de género no son mujeres a las que les sucede algo extraordinario; violencia y género femenino han ido -van- de la mano.
Crecimos siendo inferiores, limitándonos -siendo limitadas- en nuestras posibilidades, haciendo lo que había que hacer para ser queridas, valoradas, para que no nos reten. Nos han retado mucho, muchas veces, y, cada vez que nos retaron, tuvimos miedo. Miedo a no ser queridas, a no ser buenas, a quedarnos solas, a estar locas…
Crecimos haciendo carne ese miedo heredado y adquirido por derecho propio, nos hicimos mujeres y al mismo tiempo supimos adueñarnos de ese miedo que nos correspondía, ese miedo que se genera como contracara de la violencia, esa violencia que está en la base del patriarcado.
El patriarcado es violento por definición. La sumisión implica dominación y ésta -indefectiblemente- nos habla de violencia. La violencia machista es la que nos ha controlado como propiedad privada, la que nos hizo ser poseídas, ser de otro.
Ser amada por un otro que domina, equivale a ser domada, a ser de un amo. Y al amo se le teme. Se le teme con un miedo ancestral que paraliza, porque recuerda aquel viejo miedo que sentimos cuando éramos realmente unas niñas indefensas que debían portarse bien para no ser retadas y puestas en penitencia, porque -igual que entonces- queremos al victimario y queremos que nos quiera.
La subordinación que impuso el machismo se ejerció a través de un número interminable de actos, hechos y omisiones violentas. Esa violencia tuvo como medio de sometimiento el miedo generado en el género femenino. Miedo a que se enojen, a que nos dejen, a que no nos quieran, a que nos maltraten, a que -un día- algún golpe de puño dado a la pared termine en nuestra cara.
Y nos callamos, callamos el dolor, el destrato, el maltrato, el desamor, el mal amor… callamos el miedo. Porque en medio del silencio, había una voz que nos decía que estar solas era peor que estar muertas… y nos quedamos solas, muertas de miedo, algunas vivas, otras muertas…
Ese miedo silencioso, que habita puertas adentro, no siempre es una golpiza, no siempre deja un moretón, no siempre mata… sin embargo, lastima. Ese miedo es el correlato de la violencia que se ejerce con golpes, con puñaladas, con tiros, pero también lo es de otras formas de violencia más sutiles, más arraigadas en nuestra forma de ser mujeres y varones.
Ese miedo que se conoce por el solo hecho de ser mujer, se siente ante palabras que hieren, silencios que lastiman, miradas que crucifican, destratos que abandonan… es un miedo que flota en el aire, que se cocina a fuego lento, que tensa la cuerda de modo tal que una nunca sabe cuándo, dónde o por qué va a cortarse.
Ese miedo que se soporta, se digiere, se calma con ansiolíticos, destruye la autoestima de un modo tan severo que el maltrato se convierte en ancla. Es un miedo no dicho, ocultado en el mismo cajón en el que se guarda la violencia.
Ese miedo escondido, no pronunciado, esa violencia disimulada, no es cobardía, es miedo a ser dejada, a no ser querida, a no poder, a no valer, a no ser nada…
Vencer ese miedo, contarlo, es saltar al vacío; es asumir no solo la probabilidad de una reprimenda sino el abandono de ese mal amor, ese amor que posee y mata, ese amor machista que aprendimos unas y otros.
Cada denuncia de violencia es un acto de valentía frente a la violencia, frente al violento, frente al sistema, frente a la sociedad, frente a una misma. Es un acto de valentía que debe ser oído, apoyado, cuidado, defendido.
Cada denuncia de violencia género de una mujer que está viva pero muerta de miedo, es un acto revolucionario, es enfrentar una batalla que no puede -no debe- ser librada en soledad.
Cada femicidio es imperdonable, cada femicida es un asesino cruel pero, empecemos a tener claro que, cada caso de violencia denunciado que termina en femicidio expone lo peor de un Estado que no es capaz de proteger a sus mujeres, que no es capaz de estar a la altura de la valentía que se encierra detrás de cada denuncia de violencia de género.
Señores, ya basta.
No vamos a tener más miedo.
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