Cuando uno quiso a alguien, una parte de uno queda atrapada en esa historia y ese alguien se queda guardado en algún lugar del alma para siempre.
Cuando uno quiso a alguien y ese otro fue -no importa si un segundo, unos meses o unos años- el destinatario de un cúmulo de expectativas, de un bagaje de sueños, el pensamiento que invadió amaneceres, la quimera que alumbró sonrisas o el desencanto que se evaporó en lágrimas, ese otro forma parte de uno, de lo que nos trajo hasta acá, de lo que uno es…
Los amores que pasaron, nos habitan, forman parte de la película de nuestra vida, son protagonistas de esos recuerdos que -por un motivo cualquiera- cada tanto nos hacen parpadear y nos transportan a un pasado que parece haber sucedido ayer.
Cada amor que pasó por nuestro cuerpo y se instaló en nuestra alma nos define, forma parte de un tramo de la silueta que hoy tenemos, de la forma que adoptamos, de la tonalidad que tomó nuestra mirada, de las elecciones que hoy hacemos.
Con el tiempo, porque solo el tiempo sana las heridas más profundas, uno mira esas historias, las recuerda -se recuerda en ellas-, cree oler los perfumes que las acompañaron, intenta retener el tono de esa voz otrora tan familiar o los brazos que tantas noches envolvieron el cuerpo que nos daba forma y todo parece ser un sueño difuso, una sucesión de imágenes entrecortadas, un claroscuro de alegrías y tristezas, de amaneceres y silencios, de gemidos y peleas.
Uno recuerda aleatoriamente lo bueno y lo malo, el principio y el final, el encantamiento y la rutina y ya nada importa, ya no hay culpables ni excusas, solo queda una mirada un tanto melancólica hacia eso que se hizo trizas, esa ilusión rota, esa parte de uno que ya no va a volver, que se quedó encerrada en esa historia que no fue.
Cuando uno quiso a alguien, también una parte de uno se queda en la piel de esa persona. Una parte de uno ya no tiene retorno. Una parte de uno, la que uno era, muere con la última despedida pero resucita en cada recuerdo. Es la memoria, sabia, la que suaviza los recuerdos; con el tiempo, les saca la tristeza, los pule y los convierte en un remanso teñido de ternura.
Es la memoria la que escribe la última estrofa de cada historia que no fue y le pone el punto final antojadizamente en un presente que, a veces, no le hace justicia a lo que fue pero lo hace imperfectamente perfecto. Porque es lo que teníamos que vivir para llegar hasta acá, porque no había otra forma de transitar el viaje ni otro modo de lograr el aprendizaje.
Cuando uno quiso a alguien, uno entiende que mientras no haya olvido, todo habrá merecido la pena.
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